En el viaje de la vida, algunos capítulos son tan breves que su final llega casi al mismo tiempo que su comienzo. La pérdida de un bebé recién nacido es una tormenta silenciosa que muchos padres atraviesan en aislamiento, rodeados por un mar de lágrimas y de dolor.
La anticipación, la alegría y el amor que nace desde el momento en que sabemos que un nuevo ser se está formando en el interior de nuestro vientre, se convierte en parte de un sueño que se vive con los ojos abiertos. Hacemos planes, pequeñas ropas esperan a ser usadas y un espacio en nuestro hogar se va llenando de esperanza.
Sin embargo, cuando la vida se escapa en esa primera etapa, parece que el mundo entero se detiene. No hay palabras que describan la profundidad del vacío que se siente al perder a quien apenas comenzabas a conocer.
Y, lógicamente, una parte de ti muere también y se marcha con él para no dejarlo solo y acompañarle a donde sea que vaya sin soltar jamás su manita. Esa manita que te habría encantado acariciar y besar…
En estas horas sombrías, el duelo lleva una máscara única para cada uno de nosotros. Algunos encontrarán refugio en el silencio, otros necesitarán hablar, compartir y recordar a ese pequeño ser que fue y seguirá siendo parte de ellos.
No hay un «deberías hacer» en el dolor, ni existe un manual que dictamine cómo sobrellevar esa ausencia que pesa como una montaña.
A menudo, el mundo exterior puede parecer incómodo ante nuestro sufrimiento, apresurado en su deseo de vernos «mejorar» y «superarlo». Frases bien intencionadas, pero muy desacertadas, pueden cruzar el aire, intentando poner una tirita en una herida que necesita mucho más que soluciones rápidas. «No te preocupes, ya tendrás más hijos» o «Fue lo mejor porque seguro que algo estaba mal», como si alguna respuesta lógica pudiera ser el bálsamo para un corazón roto y destrozado.
Es esencial saber que está bien no estar bien y que es un derecho que nos merecemos. Está permitido sentir rabia, confusión, miedo, impotencia, desesperación, enfado, negación y una tristeza tan profunda que parece no tener fin.
Está bien buscar ayuda, hablar con profesionales que puedan ofrecer las herramientas necesarias para aprender a vivir con ese dolor, transformándolo, quizás con el tiempo, en una cicatriz que honra la memoria de una vida que, aunque breve, cambió todo para siempre y te cambió a ti; a su mamá..
Para aquellos que han sido testigos de este tipo de pérdida, los familiares y los amigos, a veces, el mejor consuelo que pueden ofrecer es su mera presencia y su disposición para escuchar y para dar ese abrazo que tanto se necesita cuando sientes que te rompes y que te derrumbas una vez más.
No se trata de buscar las palabras correctas, sino de darle su lugar y su espacio al dolor, a las lágrimas, o simplemente para sentarse juntos en aquel peculiar silencio que habla más que mil palabras. Ya lo decía Beethoven: «No rompas el silencio si no es para mejorarlo».
A los padres que están atravesando esta oscura y terrible tormenta, por favor, sabed que no estáis solos. Hay grupos de apoyo, comunidades y profesionales dedicados a proporcionar el puerto seguro que tanto necesitáis para poder sanar las heridas del alma.
Aunque el camino a seguir parezca imposible de transitar, paso a paso, día a día, llegará el instante que puedas colocar en un lugar privilegiado de tu corazón, ese amor inmenso que sientes por ese hijo que se marchó tan injustamente pronto, y verás que es un amor que no entiende de despedidas porque es eterno.
La pérdida de un bebé recién nacido es un viaje por un sendero que nadie elige, pero en este recorrido, el amor por ese pequeño ser se convierte en la luz de un necesario faro en mitad de una noche tremendamente oscura, y nos va guiando hacia un lugar donde, aunque diferente, se puede volver a encontrar esperanza e ilusión.
En un tema tan delicado y personal, es crucial respetar el proceso del duelo y validar todos los sentimientos que vienen con él. El apoyo y la empatía son fundamentales para ayudar a sanar estas dolorosas heridas. Aunque siento comunicaros, que ese profundo dolor no se marchará jamás, pero sí que es cierto que llegará el momento en el que notaréis que las heridas han dejado de sangrar y ya no escuecen tanto, pero nunca sanarán por completo.
En mi caso, ese fatídico día cuando tuve que dar a luz a mi bebé, habiéndose marchado ya con los ángeles, en cierta manera morí yo también y renací, pues nació una nueva versión mía que ni yo misma conocía y que tenía un potencial mucho más poderoso, con una fuerza que aún no sé de dónde salió, con unas ganas de vivir que jamás había sentido, con una extraordinaria capacidad para alejar todo aquello que ya no estaba dispuesta a soportar por más tiempo porque me hacía daño y era contraproducente para mí, y aprendí a quererme más, a escucharme, a priorizarme y a hacerme respetar.
Porque cuando le ves las orejas al lobo y la muerte te está esperando con los brazos abiertos a la vuelta de la esquina, aprendes a vivir con mayor intensidad y a valorar los pequeños detalles, que ya sé que suena a tópico, pero es la pura verdad.
A mí me dieron el alta un 2 de agosto, y cuando por fin mis pies volvieron a pisar el suelo de la calle tras más de dos semanas ingresada en el hospital al haber sufrido una serie de complicaciones, como fue la agresiva sepsis con la que me tocó batallar, respiré profundamente la cálida brisa que quemaba mi piel, y agradecí no sabe nadie cuanto, poder seguir sintiendo algo tan básico y necesario como son unos simples rayos de sol acariciando mi cara.
Desde entonces mi mundo gira alrededor de la única hija que he podido traer al mundo con vida, ya que me hicieron de urgencia una histerectomía tras dar a luz a mi bebé, y ese día me arrebataron toda opción de volver a ser madre. Pero bueno, puedo decir con mucho orgullo que soy la mamá de dos angelitos: Ariadna, que vive a mi lado haciendo que mi vida sea mucho más bonita, y Biel, que vive en el cielo cuidando de su hermana, de su papá y de su mamá.
Este artículo te lo dedico a ti, Biel, mi valiente guerrero. Te quise tanto, te quiero tantísimo y ¡SIEMPRE TE QUERRÉ!
Mi cuerpo te dio la vida, el destino te la arrebató, pero mi corazón se quedó contigo, porque ser madre es el amor multiplicado por el infinito…