Mi peor vivencia, pero la más sanadora.
Una vez escuché una frase que me encantó: «De lo bueno se disfruta y de lo malo se aprende». Y cuánta razón tiene quien lo inventó, porque, generalmente, las cosas buenas pasan más desapercibidas y no les damos tanta importancia porque lo normal es que nos sucedan cosas positivas. Sin embargo, cuando nos ocurre una desgracia, sentimos que se ha cometido una injusticia con nosotros, pues no nos merecíamos semejante castigo.
Pero estoy segura de que lo malo nos ha marcado mucho más y nos ha enseñado una importante lección que hemos aprendido, queramos o no, consiguiendo que la próxima vez, que la habrá, prestemos mayor atención a nuestro entorno teniendo en cuenta las probabilidades que existen para que algo salga mal. Eso nos hace ser más prudentes y contemplar mejor las opciones que tenemos.
Por suerte y por desgracia (digo «y» en vez de «o» porque me quedo con las dos, ya que ambas son muy necesarias para evolucionar), me han sucedido unas cuantas cosas malas. La peor de todas, sin duda alguna, fue la muerte de mi hijo Biel. Esa ha sido la experiencia más dolorosa que me ha tocado vivir. Estando embarazada de seis meses, el embarazo se complicó, mi bebé falleció y yo casi me voy con él.
Las dos semanas que estuve ingresada en el hospital fueron durísimas y de una crueldad bestial. Tengo grabado a fuego la última vez que noté cómo se movió en mi vientre mi niño…
Sabía que el embarazo no llegaría a término y que no tendría un final feliz; algo me lo hacía saber y tenía esa certeza. Pero, aunque lo esperaba, el dolor no fue menor cuando llegó el dramático momento de decirle adiós.
Sentí cómo circulaban por mi cuerpo todos y cada uno de los sentimientos que una mujer, que es madre, puede experimentar al ver con mis propios ojos en la pantalla del ecógrafo la imagen de esa criaturita estando ya sin vida… Había sido engendrado con tanto amor…
Sentía rabia, negación, impotencia, enfado y muchísima tristeza. ¡Qué injusticia tan grande! ¿Cómo podía estar sucediéndome esto a mí? Seguro que era una pesadilla y en cualquier momento iba a despertar, pero no, esa era mi nueva realidad. Mi hijo había fallecido…
La pena se apoderó de mí y quería pasar las noches sola en aquella triste habitación de hospital para poder llorar sin tener que dar explicaciones a nadie ni fingir que estaba bien o tener que hacerme la fuerte, porque estaba derrotada y necesitaba lamerme las heridas e intentar sanarlas con mimo y con cariño. Algo en mí se había roto y no existía ningún pegamento que fuera lo suficientemente fuerte como para reparar semejante fractura.
Una parte de mí sigue estando rota y eso perdurará hasta el día que me pueda reunir con mi angelito, al que tan injustamente me arrebataron y al que no le pude dar todo el amor que tenía guardado para él.
Con el paso de los días, empecé a sentir preocupación, angustia y hasta vergüenza por tener que explicar lo que había sucedido a mi círculo más allegado o en mi lugar de trabajo. Me resultaba imposible articular más de tres palabras seguidas sin romper a llorar. Yo, una chica dura que en su jornada laboral viste un uniforme policial junto a una pistola, una defensa de hierro y unas esposas, estaba deshecha por dentro. ¡La de veces que a ese uniforme le ha caído alguna lágrima y me he tenido que refugiar tras unas oscuras gafas de sol! Era inevitable emocionarme al explicar lo que le había ocurrido a mi bebé, pero la gente se mostró muy comprensiva. Cada vez me emocionaba un poquito más tarde y podía explicar más parte de la historia sin llorar.
Salí de ese hospital siendo otra versión de mí. La antigua había fallecido también y se marchó feliz, al cielo, llevando a su bebé en su regazo, llenándole la cara de besos y diciéndole al oído lo mucho que le quería. La nueva versión era una superviviente de todo lo malo que había tenido que vivir.
Cambié tanto durante esas terribles y largas dos semanas… Aprendí a quererme más, a priorizarme, a no conformarme con lo que no me hacía bien, a decir que no, e intenté ser mucho más feliz con lo que realmente quería tener a mi lado.
Mi hija Ariadna fue, es y será mi mejor medicina. Ella fue mi salvavidas cuando estaba en mitad del océano y me daba lo mismo flotar que hundirme. Ella me salvó, me hizo sonreír, le juré un amor eterno mucho más puro y sincero, y se potenció aún más esa necesidad de darle mi cariño, mi protección y mi apoyo incondicional. El amor no tiene cura, pero es la única cura para todos los males.
Por complicado que parezca, aprendí mucho de esta difícil situación. Evolucioné. En realidad no cambié, solo aprendí. Y aprender no es cambiar, es crecer.
La vida no siempre son trenes a los que hay que subir, a veces son estaciones en las que hay que bajar para poder respirar, pensar y meditar qué pasos es mejor dar y cuáles no.
Tal y como decía Ralph Waldo Emerson: «La vida es una sucesión de lecciones que uno debe vivir para entender.»